El Pais.- Me habían contado que Bolivia era el país más pobre de Sudamérica. Menos mal que estuve allí para descubrir la verdad. Entro desde Perú por el oeste y voy derecho a un lugar llamado Copacabana. A pesar de compartir nombre, nada tiene que ver éste con la emblemática playa brasileña de edificios blancos, precios astrales y anchas avenidas atiborradas de turistas que llena las arcas de Río de Janeiro al compás de samba, caipiriñas y ‘opa, opa, opa’. Esta pequeña población andina a orillas del lago Titicaca, localidad de la provincia de Manco Kapac en el departamento de La Paz, apenas tiene 3.000 habitantes en su zona urbana, estila ponchos en vez de bikinis y se acerca al Sol 3.850 metros más.

– Un plato de pescado con patatas, ensalada y refresco, por favor- pido recién llegado.
– 15 bolivianos [1,50 euros aproximadamente]- me responden.
– ¡Anda, mi madre! Oiga, vi algún albergue por aquí, ¿Pero sabría decirme un hotel más cómodo para pasar esta noche?, aprovecho las circunstancias.
– Allí enfrente. Es limpio, seguro, con agua caliente e internet. Vale 20 bolivianos [dos euros] por persona.
– Quédese la vuelta, por favor, de propina- me crezco.

Será por periodista, será por manirroto o será por ser un joven español, pero no estaba yo acostumbrado a ser rico. O esa es mi primera impresión como indocto occidental. Observo sin embargo que esas cantidades sólo las pagan los visitantes. Los autóctonos de esta región no acuden a comer platos por ese precio.

Por la mañana un barco de otros dos euros el trayecto surca el Titicaca, el lago navegable más alto del planeta, para ponerme en una hora en la isla del Sol.

14 kilómetros cuadrados de joya flotante que se corona a 4.075 metros sobre el nivel del mar. Uno no sabe si es por eso por lo que jadea al subir las grandes gradas de piedra de la escalinata de Yumani, al extremo sur de la isla, o es la pura impresión de un paisaje donde se funde el verde, la tierra, la roca, lo rústico, lo incaico y el azul intenso del Titicaca dentro de un marco de montañas andinas nevadas que se observan a lo lejos circundando la masa de agua.

Dormir: dos euros y medio. Comer: ni eso. Desde el cerro de santa Bárbara la puesta de Sol es de esas que obliga a quedarse en silencio. Respira, piensa… vuelve a respirar.

Recorrer los nueve kilómetros de largo de este pedacito de terapia terrenal apenas lleva tres horas en cada sentido. Seis horas de ida y vuelta al éxtasis visual. Desde el extremo austral hasta la Challapampa, en la parte norte, burros, árboles, alpacas, llanuras, cerdos, playas, borregos, casas de piedra, ruinas históricas, las arenas blandas de bahía Japapi y hasta un palacio incaico, el de Pilkokaina, se cruzan en la magia de los senderos que surcan de punta a punta el lugar. Los campesinos y pastores que los caminan hablan aimara entre ellos y todo se potencia al cubo en lo de la sensación de ortodoxia ancestral.

– Quiero ver el museo- le pido al cuidador del modestísimo recinto que contiene las piezas arqueológicas rescatadas del peñasco.
– Son10 bolivianos [un euro], responde. Hay que ver lo poco que cuesta en este sitio sacar la cartera a pasear.

Es en este lado norteño donde unas grandes ruinas de casas precolombinas, gradas de cultivo, pórticos, mesas rituales y la conocida como "Roca Sagrada" o Roca de los orígenes ponen físico a la mitología que narra la historia de Mama Ocllo y Manco Cápac. Ellos fueron los gobernadores que, según las crónicas andinas, salieron desde esta isla para fundar Cuzco (Perú), la gran ciudad.

La playa de las Sirenas, el cerro Llakapata, el circuito Pacha Thakhi (que significa camino de la tierra y el tiempo) o las ruinas de Chikana, donde moraban los adoradores del Astro Rey, edulcoran aún más con paisajes de fondo de pantalla el enclave. Jarabe de misticismo mediante, al parecer el islote fue en la época inca un santuario con vírgenes dedicadas a alabar al dios Sol (Inti).

Hacer click en la cámara se vuelve un acto reflejo. Habría que cerrar los ojos para evitar la vista de impresión. Creo recordar que el barquero que me llevó de un punto a otro de la isla para ahorrarme un trozo de caminata se llamaba Julio. En su transporte, que cobra a poco más de un euro por pasajero, lleva a un madrileño, un francés, un inglés, un griego y dos gallegos que, aunque jóvenes, al menos han tenido ahorros suficientes para cruzar el charco desde Europa. Él dice que jamás podrá ahorrar para hacer algo así. “Aquí nadie gana como para comprar un billete de avión”, comenta sin rastro de preocupación en los ojos. Aunque Julio algo saca gracias a los turistas que lleva en el bote, también tiene que pescar y trabajar la tierra para poder comer de ella. “Como todos los demás”, asegura.

– ¿Y cuánto puede ganar alguien aquí?
– Pues depende. Hay quien saca al mes 600 bolivianos [60 euros aproximadamente], quien saca 700 [70 euros], o quien saca hasta más de 2.000 [200 euros] en temporada alta de visitantes… Hay algún mes que yo no hago nada de dinero. Y quien no se dedica al turismo, vive de comer lo que cultiva, lo que pesca o de la carne de su ganado. No gana nada más- me explica.

Mientras cuenta esto, a los lados de su barca se ven las colinas verdes que bajan hasta la costa de la isla, la silueta de un islote vecino llamado isla de la Luna y otra diminuta pieza del archipiélago rebosante de grandes árboles llamada isla Chelleca. El agua, pura, se tiñe de azul añil a turquesa por tramos. Unas lanosas alpacas pastan a la orillas del terreno, unas casa de piedra encumbra el camino por el que pasea una mujer vestida de colores vivos; al fondo, soberbia, la nieve de los Andes brilla bajo la intensa luz del sol que ilumina el lugar.

– Es una pena que nunca te dé suficiente para ahorrar para un billete de avión, creo que te gustaría mi país. Siempre lo mismo: ricos y pobres. Está el mundo mal repartido…- digo desafortunadamente repitiendo el cliché.
– No m’hijo- me corrige Julio -aquí no somos pobres.

Hace un recorrido con su índice hacia delante señalándome el paisaje por el que estamos navegando.

– Mira dónde vivo. ¿Crees que yo no soy rico?

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