Tanto el adehesamiento como la fragmentación aumentan la fecundidad y mejoran la fisiología de los árboles adultos incluso en las zonas con sequía, pero dificultan la renovación ya que no hay una buena dispersión de las semillas, concluye la investigación.

      "El encinar fragmentado y adehesado acaba creando bosques fósiles que terminarán muriendo, independientemente de la salud de cada árbol", comenta el investigador del MNCN, Mario Díaz.

     El cambio climático, además, podría influir en la relación entre las encinas y los animales encargados de dispersar las bellotas, ratones y arrendajos, porque provoca desajustes en los ritmos vitales que perjudican su mutualismo (interacción biológica que beneficia a ambas especies).

     Los ratones y los arrendajos recolectan bellotas, pero las que no se comen pueden convertirse en un nuevo árbol; así se produce la dispersión. No obstante, los arrendajos sólo pueden sobrevivir en zonas boscosas y los roedores se enfrentan a varios problemas tanto en los encinares fragmentados como en las dehesas.

      La falta de matorral aumenta el riesgo de depredación de los roedores y reduce el valor relativo de los frutos porque, aunque haya más bellotas bajo una encina, también hay más competencia.

      Además, en el sur, donde cada vez hay más sequías, se puede producir un desajuste de la relación: las bellotas caen en noviembre y diciembre pero la época reproductiva de los ratones se retrasa más así que, cuando hay más bellotas en el suelo la actividad de los ratones se reduce y, por lo tanto, la dispersión también.

Hay que tomar medidas para que haya una regeneración y evitar el colapso


     "Para que haya regeneración hay que tomar medidas de manejo del paisaje en el espacio y el tiempo, dejando que crezca matorral en zonas determinadas durante unos años o creando corredores donde ratones y arrendajos encuentren lugares protegidos para dispersar las semillas", explica Díaz.

      Para evitar el colapso, hay que pensar en una escala temporal que sea relevante para el árbol.

     En los Montes de Toledo, una de las zonas estudiadas, los investigadores han calculado que hay que trabajar con intervalos de unos 20 años, pero este lapso temporal puede variar según el clima, la vegetación y los usos del suelo.

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