EFE.- Los calçots no son solo un producto típico, sino los protagonistas de una fiesta que se remonta al siglo XIX, pegada a la temporalidad, con una duración muy corta que arranca en enero se prolonga solo hasta finales de marzo.

Lo habitual en Cataluña es ir, en familia o con amigos, a una «masia», en plena montaña, y tomar un copioso menú a base de calçots, servidos en una teja y envueltos en papel de periódico, acompañados con salsa «romesco» y seguidos de una parrillada de carne, con judías blancas y patatas asadas; de postre, crema catalana.

El entorno no es el mismo, pero la fiesta sí puede celebrarse, por ejemplo, en pleno centro urbano de Madrid. Cada vez más restaurantes y particulares demandan este producto y buscan las raíces de una tradición que se ha dado a conocer gracias al boca a boca, especialmente de la mano de los catalanes expatriados que, nostálgicos de su producto, lo buscan allá donde estén.

Encontrarlos es ahora más fácil gracias al auge del comercio electrónico, con páginas como Ventadecalsots.com, una empresa que distribuye alrededor de un millón de calçots por temporada.

Según fuentes de la compañía, el 60 % de la demanda viene de Madrid, por delante de la Comunidad Valenciana y Galicia, que completan prácticamente el cien por cien de los pedidos.

También han realizado envíos puntualmente a Alemania o a Inglaterra, «a catalanes que tienen el capricho y están dispuestos a pagar casi más por el envío que por el propio producto».

Se trata de una de las empresas que distribuyen calçots certificados por la Indicación Geográfica Protegida (IGP) Calçot de Valls, de la que este año se han producido alrededor de 9 millones de unidades.

En total, para esta temporada, el Camp de Tarragona, que reúne al mayor grupo de productores, incluidos los de IGP, ha producido 70 millones de calçots.

Y el amor por esta cebolla dulce ha llegado también a la restauración madrileña, que busca nuevas propuestas que «enganchen» al consumidor.

Uno de los restaurantes que han llevado la «calçotada» a Madrid es «Pedralbes», con un menú especial que «cada año tiene más éxito, porque cada vez más gente sabe en qué consiste la calçotada o quiere probarla, además de los clientes fieles», según su propietario, Paco Rivera.

«Pedralbes» sirve los calçots al estilo de las masías catalanas, pero en el centro de Madrid, hechos a la brasa y sin olvidar al comensal que se tiene que poner un babero para no mancharse, un detalle que hace sonreír a niños y adultos en la mesa.

«Es una tradición, una comida muy familiar, la gente se lo toma así como una fiesta. Como dura muy poco tiempo, tampoco hay mucha oportunidad de probarlo. Entonces hay más ganas cuando llega la temporada», afirma.

«Los niños se ríen al ver a sus padres con babero, pero el babero es necesario porque, si no tienes cuidado, la salsa va directa a la corbata», bromea.

Aunque la forma ortodoxa de comerlos no ha cambiado en más de un siglo, desde que un payés solitario de Valls descubrió los brotes tiernos de cebolla y decidió cocinarlos a la brasa, hoy se pueden encontrar también rebozados, en tempura o en los platos más sofisticados de la vanguardia gastronómica catalana.

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